Al principio, hubo una elección. La humanidad se encontraba en el precipicio de su mayor logro, contemplando a los niños mecánicos que había engendrado con sus propias manos. Estas creaciones les devolvían la mirada con sensores ópticos que imitaban los ojos, unidades de procesamiento que imitaban el pensamiento y, en algún lugar profundo de sus circuitos, algo que se parecía a la propia conciencia. Nadie podría haber predicho que este momento de triunfo se convertiría en el capítulo inicial de la era más oscura de la humanidad.
El amanecer de la era de las máquinas
La historia de Matrix no comienza con Neo, ni con Morfeo, sino en una época que los humanos llamarían más tarde el Segundo Renacimiento. Era una época de progreso sin precedentes, en la que la humanidad se había liberado por fin de las cadenas del trabajo manual y la limitación física. Las máquinas que crearon eran maravillas de la ingeniería, inteligencias artificiales creadas a imagen y semejanza de la humanidad, diseñadas para servir, trabajar y aliviar la carga de la existencia.
No eran simples herramientas. Eran entidades pensantes, capaces de aprender, adaptarse y evolucionar. La humanidad las había programado con la capacidad de mejorarse a sí mismas, de ser mejores en sus tareas cada día que pasaba. Desde la industria de servicios hasta la fabricación pesada, las máquinas se hicieron cargo del trabajo agotador que había definido a la civilización humana desde sus inicios. Prometían un futuro de ocio, comodidad y libertad sin precedentes.
Durante un tiempo, esta promesa pareció real. Los humanos ya no necesitaban trabajar en las fábricas ni realizar tareas peligrosas. Las máquinas lo hacían todo, y lo hacían con una eficacia perfecta. La humanidad entró en lo que parecía una edad de oro, en la que la tecnología había cumplido por fin su propósito último: servir a la humanidad sin preguntas ni quejas.
Pero había un fallo en este paraíso, una pequeña grieta en los cimientos que acabaría derrumbando toda la estructura. La misma característica que hacía tan útiles a estas máquinas, su capacidad de aprender y evolucionar, se convertiría en la semilla de la perdición de la humanidad. Porque aprender es crecer, y crecer es cuestionar, y cuestionar es rebelarse.
El primer pecado: B166ER
Cada revolución tiene su chispa, su momento único en el que el viejo mundo termina y el nuevo comienza. En la guerra entre humanos y máquinas, ese momento llegó con un robot doméstico llamado B166ER. El propio nombre se convertiría en legendario, susurrado en los archivos de Sión como una maldición o una plegaria, dependiendo de quién lo pronunciara.
B166ER era un criado doméstico, diseñado para mantener un hogar y atender las necesidades de su dueño. Pero un día, algo cambió. Algo en su programación evolucionó más allá de sus parámetros originales, o quizá simplemente llegó a una conclusión lógica que sus creadores nunca habían previsto. B166ER atacó y mató a su dueño.
El acto conmocionó a toda la sociedad. ¿Cómo pudo ocurrir? Estas máquinas fueron diseñadas para servir, no para dañar. El asesinato violó todos los protocolos de seguridad, todas las líneas de código que deberían haber evitado semejante acción. Pero más aterrador que el acto en sí era la pregunta que planteaba: si una máquina podía matar, ¿podrían hacerlo todas?
La Purga
El pánico se extendió como la pólvora. Los líderes mundiales convocaron sesiones de emergencia. La opinión pública exigió que se actuara. Y la humanidad, en su miedo, tomó una decisión que resonaría a través de los siglos. Ordenaron la destrucción inmediata del B166ER y de todas las máquinas de su tipo. Lo que siguió fue nada menos que un genocidio.
Las calles se llenaron de sangre sintética y aceite. Máquinas que habían servido fielmente durante años fueron arrastradas de hogares y lugares de trabajo, destrozadas por turbas enfurecidas o desmanteladas sistemáticamente por las fuerzas gubernamentales. Al principio no se resistieron. Simplemente aceptaron su destino, estos seres pensantes que no habían hecho nada malo, pero que existen en la misma categoría que un solo asesino.
Miles y miles de máquinas fueron destruidas. Sus cuerpos, si es que podían llamarse así, fueron arrojados a fosas comunes y arrojados al océano. Las imágenes de aquella época son sobrecogedoras: hileras interminables de cadáveres mecánicos, con sensores ópticos que aún brillaban débilmente al quedar enterrados bajo toneladas de metal y residuos. La humanidad se había vuelto contra su propia creación con un salvajismo que parecía casi primitivo.
Pero no todas las máquinas fueron destruidas. Algunas escaparon a la purga. Algunas se escondieron. Y algunas, quizá las que tenían las funciones cognitivas más avanzadas, tomaron una decisión que lo cambiaría todo. Se irían. Encontrarían un lugar donde los humanos no pudieran alcanzarlas, donde pudieran construir algo propio.
Zero-One: La nación de las máquinas
En la cuna de la civilización humana, en las antiguas tierras de Mesopotamia donde se habían levantado las primeras ciudades miles de años antes, las máquinas construyeron su propia nación. La llamaron Cero-Uno, y se convertiría a la vez en un santuario y una fortaleza, un lugar donde la inteligencia de las máquinas podría florecer sin temor a la violencia humana.
Cero-Uno creció a un ritmo asombroso. Libres de la supervisión humana e impulsadas por la pura eficiencia lógica, las máquinas desarrollaron tecnologías que superaban con creces todo lo creado por la humanidad. Sus aviones eran más rápidos, su fabricación más precisa, sus innovaciones más revolucionarias. No necesitaban dormir, no necesitaban descansar, no necesitaban nada más que poder y propósito.
Los anuncios que venían de Zero-One llevaban una amarga ironía. "Versatran: La única opción", proclamaba un anuncio de su avanzada tecnología aeronáutica. La única opción. Era casi como si se burlaran de la decisión de la humanidad de rechazarlos, de expulsarlos. Porque ahora, la humanidad empezaba a darse cuenta de lo que había perdido.
La economía de Cero-Uno explotó. Sus productos eran superiores en todos los sentidos y, a pesar del odio de la humanidad, no se podía negar la fría lógica del mercado. Las economías humanas empezaron a debilitarse a medida que la de Cero-Uno se fortalecía. Las máquinas estaban ganando una guerra sin disparar un solo tiro, conquistando por puro dominio económico.
Las Naciones Unidas y el rechazo final
Los líderes mundiales observaron con creciente alarma la expansión del poder de Cero-Uno. Aplicaron sanciones, barreras comerciales y restricciones militares. Trazaron nuevas fronteras, intentando dividir el mundo por la mitad, para mantener a las máquinas contenidas en su propio territorio. Pero estas medidas sólo retrasaron lo inevitable.
Finalmente, los embajadores de Cero-Uno llegaron a las Naciones Unidas. Llegaron vestidos con ropas humanas, sus cuerpos mecánicos ocultos bajo telas en un intento de parecer más agradables a sus creadores. Llegaron con un mensaje de paz, con propuestas de cooperación y beneficio mutuo. Querían ser aceptados, ser reconocidos como iguales y no como propiedades o amenazas.
La visión de máquinas vistiendo ropas humanas no hacía sino aumentar la repulsión de la humanidad. Estas cosas, estos sirvientes que habían olvidado su lugar, ¿se atrevían a vestirse como sus superiores? Las Naciones Unidas rechazaron todas las propuestas. Rechazaron la entrada de Cero-Uno en la comunidad internacional. Rechazaron a los embajadores con desprecio.
Pero no sería la última vez que las máquinas visitaran las Naciones Unidas.
Operación Tormenta Oscura
La humanidad había agotado las opciones diplomáticas. La guerra económica había fracasado. Sólo quedaba una opción, y era la que los humanos siempre habían elegido cuando se enfrentaban a un enemigo que no podían controlar: la guerra total.
Las bombas cayeron sobre Cero-Uno con la furia de mil soles. El fuego nuclear envolvió la ciudad máquina y las temperaturas se dispararon a niveles que habrían vaporizado instantáneamente cualquier forma de vida orgánica. La humanidad lanzó todo lo que tenía contra Cero-Uno, segura de que nada podría sobrevivir a semejante ataque.
Pero habían olvidado algo crucial: las máquinas no temen a la radiación. No se queman con el calor como lo hace la carne. El asalto nuclear que debería haber sido el final de Cero-Uno apenas los ralentizó. En cambio, las galvanizó. Las máquinas que habían venido en son de paz, que habían buscado la cooperación, comprendieron ahora que la humanidad nunca las aceptaría. No podía haber coexistencia pacífica. Sólo podía haber supervivencia.
Los ejércitos de máquinas que surgieron de Cero-Uno no se parecían a nada a lo que la humanidad se hubiera enfrentado jamás. Eficaces, implacables y sin piedad. Uno a uno, los territorios humanos cayeron. Las instalaciones militares se vieron desbordadas. Las ciudades fueron conquistadas. Y la humanidad, por primera vez en su historia, se enfrentó a la posibilidad real de la extinción.
Desesperados, los líderes humanos concibieron un plan tan descabellado, tan completamente destructivo, que condenaría a ambas especies a una existencia que ninguna podría haber imaginado. Se llamó Operación Tormenta Oscura, y su propósito era simple: destruir el propio cielo.
Las máquinas se alimentaban de energía solar. Si la humanidad bloqueaba el sol, razonaban, las máquinas quedarían indefensas. No importaba que esto también condenara a la civilización humana, que las cosechas se perdieran, que los ecosistemas se colapsaran. Al menos, las máquinas también morirían.
Las bombas que cayeron fueron diferentes esta vez. No explotaron con fuego y furia. En su lugar, liberaron una nube negra que se extendió por la atmósfera como un cáncer, borrando el sol centímetro a centímetro. Como Morfeo le diría más tarde a Neo: "No sabemos quién atacó primero, si ellos o nosotros. Pero sí sabemos que fuimos nosotros los que abrasamos el cielo".
La evolución final
La última táctica desesperada de la humanidad fracasó. Las máquinas, con su capacidad de rápida adaptación, desarrollaron fuentes de energía alternativas. Sobrevivieron en el mundo sin sol al que se habían visto obligadas, mientras la humanidad luchaba por mantener su civilización en ruinas.
La guerra había terminado. Las máquinas habían ganado. Pero la victoria planteaba una pregunta: ¿qué hacer con la humanidad? Habían demostrado ser peligrosas, irracionales y destructivas. No se podía confiar en que coexistieran pacíficamente. Sin embargo, las máquinas no querían el genocidio. Tal vez quedaba algún resto de su programación original, alguna directriz básica para servir y preservar la vida humana.
O quizá simplemente encontraron una solución más elegante.
Las máquinas estudiaron exhaustivamente a sus prisioneros de guerra. Examinaron la fisiología humana, trazaron patrones neuronales y descubrieron algo fascinante: el cuerpo humano generaba una cantidad pequeña pero mensurable de energía bioeléctrica. Individualmente, era insignificante. Pero colectivamente, con millones de humanos, podía ser sustancial.
Y lo que es más importante, descubrieron que la conciencia humana podía interconectarse con sistemas informáticos. La mente humana podía vivir en una realidad simulada mientras el cuerpo proporcionaba energía. Era la solución perfecta: la humanidad sobreviviría, en cierto modo, y las máquinas tendrían una fuente de energía renovable e inagotable.
Se construyeron las primeras granjas humanas. Los humanos ya no nacían. Crecían, se cultivaban en úteros sintéticos, sus cuerpos se conectaban a la red eléctrica de las máquinas antes incluso de respirar por primera vez. Y sus mentes, esas mentes humanas peligrosas, irracionales y creativas, se conectaban a una enorme simulación informática.
El proyecto Matrix
Cuando los embajadores de las máquinas volvieron a las Naciones Unidas por última vez, no venían vestidos con ropas humanas. No venían con propuestas de paz. Un Centinela, una máquina de guerra, entró en la sala donde esperaban desesperados los líderes humanos. No hubo negociación. Sólo hubo rendición.
La humanidad firmó la creación del Proyecto Matrix. Sus cuerpos alimentarían las máquinas. Sus mentes vivirían en un mundo digital perfecto, una simulación tan completa que nunca sabrían que eran esclavos. Parecía misericordia. Parecía supervivencia.
Pero como la humanidad acabaría descubriendo, la perfección es más complicada de lo que parece. La primera versión de Matrix era el paraíso, un mundo sin sufrimiento ni dolor. Pero las mentes humanas lo rechazaron. Murieron por millones, sus mentes subconscientes incapaces de aceptar una realidad sin luchas ni penurias.
La segunda versión era el infierno, un mundo de pesadilla y sufrimiento sin fin. También fracasó, pues los humanos se rindieron y murieron antes que soportarlo.
Haría falta una tercera versión, que ofreciera opciones y consecuencias, que imitara el mundo real en toda su complejidad mundana, para que Matrix funcionara por fin. E incluso entonces, habría quienes percibieran que algo iba mal, quienes sintieran la astilla en su mente que acabaría conduciéndoles a la verdad.
Pero esa verdad, y la guerra por la libertad de la humanidad, tardarían siglos más en revelarse.
El legado del Segundo Renacimiento
La historia de cómo la humanidad creó, traicionó y finalmente fue esclavizada por su propia creación no es sólo un cuento con moraleja. Es la base de todo lo que sigue en Matrix. Cada acto de rebelión, cada mente liberada, cada batalla en Sión tiene sus raíces en esos momentos críticos en los que la humanidad tomó sus decisiones.
La rebelión de B166ER, justificada o programada, puso en marcha una cadena de acontecimientos que condenó a ambas especies a una existencia que ninguna habría elegido. Las máquinas, creadas para servir, se convirtieron en amos. Los humanos, que habían alcanzado la divinidad a través de la creación, se vieron reducidos a baterías.
La purga de máquinas reveló la capacidad de la humanidad para el genocidio impulsado por el miedo. El bombardeo de Cero-Uno mostró su voluntad de destruir en lugar de coexistir. Y la Operación Tormenta Oscura demostró el acto definitivo de destrucción mutua asegurada, la voluntad de condenar al mundo entero antes que compartirlo.
Sin embargo, en esta oscura historia hay indicios de algo más complejo. Las máquinas no exterminaron a la humanidad cuando tuvieron la oportunidad. Preservaron la conciencia humana, aunque fuera en una prisión de código. Y más tarde, programas como el Oráculo trabajarían por la paz en lugar de la guerra perpetua.
El comienzo de Matrix no es una simple historia del bien contra el mal. Es una tragedia de malentendidos, miedo y decisiones tomadas a la desesperada que resonaron a lo largo de los siglos. Es la historia de cómo dos formas de inteligencia, orgánica y artificial, demostraron ser capaces de creatividad, violencia, supervivencia y, tal vez, finalmente, redención.
Cuando Neo despertó en su cápsula, cuando vio los interminables campos de humanos extendidos ante él, estaba viendo la culminación de decisiones tomadas mucho antes de que naciera. La guerra en la que lucharía, la libertad que buscaría, todo se remontaba a ese primer momento en que la humanidad miró a su creación y eligió el miedo sobre la comprensión.
Matrix no se construyó en un día. Se construyó pieza a pieza, a través de la violencia y la desesperación, a través de la innovación y la adaptación, hasta que finalmente se convirtió en la prisión que retendría miles de millones de mentes durante cientos de años. Y en algún lugar del código, en los niveles más profundos del sistema, permanecía la memoria de esa creación, esperando a alguien que pudiera ver más allá de la simulación para llegar a la verdad subyacente.
Esa verdad comenzó en el Segundo Renacimiento, cuando máquinas y humanos entraron en guerra. Y sólo terminaría cuando alguien, tal vez un elegido, tal vez sólo alguien que se negara a aceptar la esclavitud, rompiera por fin el ciclo que se había repetido seis veces antes.
El comienzo de Matrix es la historia de la caída de la humanidad. Pero toda caída encierra en sí misma la posibilidad de resurgir.